viernes, 27 de junio de 2014

Arqueología de la escucha: estratofonía temporal de los discursos musicales. (Primera parte)


Versión en español del texto presentado en la XII International Conference of Musicology "Musical Practices: Continuities and Transitions" Department of Musicology / Faculty of Music / University of Arts/ Belgrade 2014
Por F. Tito Rivas

Cambio y continuidad: el tiempo de los objetos 
 
Cuando hablamos de continuidad y transición, permanencia y cambio, estamos hablando, casi necesariamente, de tiempo. Pero no de un tiempo abstracto y externo sino del tiempo de los objetos; de aquello que justamente los mantiene y los destruye, los hace aparecer y los transforma para luego hacerlos desaparecer. De hecho, no es que el tiempo haga aparecer, existir y desvanecerse a los objetos: gracias a que los objetos aparecen, permanecen y se hunden en su desaparición es que sentimos que hay tiempo.
Dejemos pues de decir que el tiempo pasa a través de las cosas. Por el contrario, que las cosas pasen es lo único que nos hace sentir que algo como el tiempo pasa. Así, cada objeto genera su propia imagen de tiempo, tallada a la escala de su condición de objeto. El tiempo de un lápiz es diferente al tiempo de un pan; el tiempo de un templo es distinto al tiempo de un suspiro.
Mirar de esta manera el tiempo significa mirar justamente los mecanismos de permanencia y de transformación, los relojes internos de las cosas, en donde el avance de la manecilla (lento o rápido, elongado o instantáneo) es un síntoma, una consecuencia de la transformación de un objeto. Observar la subsistencia, la permanencia o la desaparición de una existencia es observar el tiempo de la cosa: la cosa apareciendo, durando o mezclándose, y disolviéndose.
Así, si queremos pensar en los mecanismos de continuidad y transformación del objeto músical, irremediablemente estamos intentando entender su tiempo. Veremos que, curiosamente, entender la naturaleza del tiempo de la música nos acerca a entender un poco más la naturaleza del tiempo mismo. No es gratuito: para algunos, la música sería justamente la expresión, la imagen o la metáfora del tiempo…
Para nadie es un secreto que si algo es la música es tiempo. No teniendo otro sustrato material que la sostenga en la existencia, su único aparejo, su único aparato o riel de aparición es la temporalidad.
Se han inventado, por supuesto, mecanismos para sostener la existencia de la música en objetos palpables, que le otorgan otra dimensión de temporalidad: instrumentos, partituras, grabaciones. Pero estos instrumentos no son en sí mismos la música, sino aparatos de memoria, dispositivos que permiten sostener la imagen de un objeto que es -todo el tiempo- paso del tiempo: aparición, transformación y disolución.
La partitura no es la música, pero le aporta una suerte de sostenimiento, de andadura en el ser. El instrumento musical no es la música pero gracias a él ciertos sonidos son posibles de volver a sonar, anhelando la música original de la que fueron parte. Incluso una grabación, que pareciera ser la imagen más fiel que podemos esculpir de una música, no es sino justamente eso: una escultura tallada por un magnífico artesano que congela y resguarda un movimiento continuo que es imposible de convertir en materia fija. La magia de la grabación es que, con cada reproducción, vuelve a hacer aparecer la música y su sonido; la vuelve a poner en esa su condición esencial: ser que para ser, aparece y se disuelve; ser cuyo ser es dejar de ser, siendo…[1]
Estos dispositivos de memoria: el instrumento, la partitura, la grabación, se convierten en no-mudos testigos, restos, rastros o anuncios de un preciado objeto: el objeto sonoro. Y una nueva lógica de tiempo se instaura en y con ellos. Como objetos que también son, revelan sus propias continuidades y transformaciones; hacen sentir –en diálogo con el objeto sonoro del que son soporte y motivo- su propio paso de tiempo.


La arqueología musical

Cuando supe que la reflexión que detona este encuentro era una discusión sobre las “engañosas estabilidades de la continuidad en los discursos musicales”, ineludiblemente pensé en la arqueología.
¿Qué es la arqueología sino esa ciencia que revela el tiempo de los objetos, observándolos desde otro tiempo? ¿No sería el arqueólogo ese curioso personaje que observa un objeto en su actual estado –de destrucción o conservación- y, retirando cuidadosamente el polvo y la materia petrificada, nos permite imaginarlo en su original dimensión de tiempo? ¿No sería la arqueología esa disciplina que nos narraría la emergencia y la procedencia de ese objeto, sus modificaciones en el tiempo y las causas por las que fue destruido o abandonado?
Piensen en la típica imagen del arquéologo escarbando en la tierra para liberar un antiguo monumento. Tiene que retirar las capas superiores, entender la lógica de los estratos, observar al objeto en su destrucción y, a partir de ello, reconstruir su historia, narrar sus movimientos, indagar en los signos que ofrecen sus mecanismos de transformación. El arqueólogo libera al objeto y lo imagina en su plenitud: reconstruye con la ayuda de otros objetos concomitantes, y con la fantasía, la verdad temporal de ese objeto: cómo se hizo, cómo se modificó y cómo desapareció…
En este sentido, me parece interesante postular una acercamiento entre la arqueología y la música. Para entender los mecanismos de continuidad y cambio, de destrucción y transformación de los discursos y las tradiciones musicales, podríamos desarrollar un enfoque arqueológico.
Pero, ¿en qué consistiría, propiamente, este enfoque, esta mirada arqueológica? ¿Bajo qué premisas se puede plantear, se puede hablar de una arqueología musical?


Arqueología de la escucha: premisas

Como el espacio aquí es breve, me limitaré a plantear cuáles pienso que son las premisas de una arqueología de la música.
Lo primero sería decir que una arqueología de la música, antes que todo, debe reconocerse como una arqueología del sonido. Y, consecuentemente, debemos entender que una arqueología del sonido es, ante todo, una arqueología de la escucha.[2]
Cuando hablamos de música, hablamos, en todo caso, de sonido; de sonido organizado. A diferencia del simple ruido[3], que no es sino el sonido natural[4], la música supone cierta organización, cierto orden, cierta estructura. Aún en las músicas que podamos entender como más caóticas o aleatorias hay en ellas, en tanto que material que se organiza, un afán de continuidad, un cierto deseo de ordenarse bajo la lógica que su propia existencia impone.[5]
Entender la música como sonido, nos permite entender más claramente su correlato, el par en donde cobra verdadera existencia, que es la escucha.
Podemos decir que la música, el sonido que se produce en el arte, es una consecuencia de la manera en que una comunidad escucha. Recíprocamente, la manera en que una comunidad escucha obedece y responde al sonido que dicha comunidad produce y reproduce por medio del arte.
Hay una dialéctica, un juego de espejos entre estos dos polos de conformación de la música: por un lado el sonido producido, el sonido gestado, y por el otro, un oído, un comportamiento aural que no sólo escucha y responde a este sonido sino que también es moldeado por él. Simplemente, no podemos pensar la música sin pensar la escucha. La escucha es su sustrato ontológico, su lugar existencial de ocurrencia y aparición. El sonido musical se hace en, para y a través de la escucha.[6]
Así, si la música supone un sonido moldeado, organizado, ¿por qué no pensar que también hay una escucha que se moldea y organiza escuchando la música?
Pero separar la organización de la música de la organización del oído que la escucha no es tarea simple [7]. Gracias a un esfuerzo de deconstrucción analítica podemos separar estas capas, estos pliegues, que distinguirían la forma de la música por un lado y la forma del oído por el otro, para observar en cada una de ellas su condición aislada y reconstruir quizás, su esencial funcionamiento.
Es aquí donde la mirada arqueológica inicia su exploración: un cierto afán arqueológico[8], nos permitiría emprender este sutil proceso de desconstrucción, gracias al cual podemos admirar el desdoblamiento del proceso perceptual de la escucha musical y su conformación como objeto arqueológico.
Por supuesto, cuando hablo aquí de arqueología lo hago en el sentido de una arqueología de las ciencias humanas. Lo hago recuperando las ideas para una arqueología del saber que propuso en 1969 el filósofo francés Michel Foucault.[9]
Foucault utiliza la arqueología como una metodología que permite entender las continuidades y la descontinuidades en las prácticas sociales y discursivas. Un cierto dominio del saber y sus técnicas, una institución y sus discursos, un individuo y sus formas de ser sujeto social son dispositivos que la arqueología desentierra para entender su continuidad y su desgaste. La arqueología del saber entiende las realidades sociales, los objetos humanos no objetuales (comportamientos, prácticas, saberes) como si fuesen objetos arqueológicos: aparecen debido a diversas circunstancias, se erigen y se imponen, sufren el paso del tiempo, se desgastan, se modifican y desaparecen o permanecen enterrados convirtiéndose en sustratos de nuevos objetos, arrojando significado a la superficie aún desde su disolución.
Si trasladamos la idea de una arqueología para entender las prácticas musicales como objetos discursivos y por tanto como objetos arqueológicos, tendríamos entonces que plantear, como he dicho arriba, no sólo una arqueología de la música, sino una arqueología de los comportamientos auditivos que hacen posibles los discursos musicales. Entre otras implicaciones, una arqueología de la escucha como la que que estoy proponiendo, nos propone también entender a la escucha humana como el resultado de una red de prácticas, de enunciaciones, de resultados sonoros, de promesas y expecativas en fin, nos obliga a mirar a la escucha como un organismo discursivo, no objetual pero objetivable gracias al enfoque arqueológico. Para dicho enfoque, la escucha es un dispositivo que produce realidad, que organiza relaciones sociales y causales en torno suyo. La escucha es, de hecho, un dispositivo que se produce a sí misma a partir de los productos y discursos sonoros que a la vez son resultado de su ejercicio.  
Para comprender esto, necesitamos entender a la escucha no como un acto automático de la percepción, sino como el resultado de prácticas organizadas, de secuencias de actos, de remanencias temporales, de secuelas codificadas que construyen sujetos de escucha específicos.
A diferencia de lo que se podría creer, escuchar no es una operación pura de la percepción; no es el mecanismo de transparencia que comunica directamente lo que suena con lo escuchado. Antes bien, la escucha es una operación codificada, que actúa con presupuestos y que está atravesada por los dispositivos culturales locales en boga y que han moldeado la manera de escuchar de un individuo y del grupo en el que se desenvuelve.[10]
Escuchar en ese sentido sería casi siempre un acto social, un acto que refleja, que re-suena, los discursos sonoros imperantes; pero al mismo tiempo, los discursos sonoros y musicales se alimentan de dicha condición de escucha, de esa cultura auditiva que los privilegia, discrimina y organiza como productos discursivos.

Vestigios arqueológicos: dispositivos aurales


Intentar una historia de la escucha sería quijotesco, si no fuera por que contamos con cierto registro de esa historia, que es la codificación consensuada de ese sonido en sociedad, primordialmente en los discursos musicales[11]. Según la manera en que cada sociedad codifica las formas de producir el sonido, de articular los discursos, podríamos vislumbrar los códigos y dispositivos con los que esa sociedad ha venido escuchado. 
Del mismo modo que la arquitectura plasma, fija y despliega la percepción viva del espacio social, la música sería como la escultura congelada que revela los diversos dispositivos de escucha imperantes. Una pieza de música sería ya el vestigio, el testimonio, la ruina arqueológica de una cultura de escucha que la crea y la dota de vida en el seno de una comunidad.

Así como a partir de la cuidadosa observación de una cuchara o de un cuenco de barro, el arqueólogo imagina y reconstruye las prácticas y los posibles comportamientos sociales que giraron en torno a ese objeto, igualmente podemos imaginar, a partir de ciertos vestigios, cuáles fueron las prácticas auditivas de una comunidad al estudiar sus objetos sonoros, y sus dispositivos de memoria aural.
¿Cuáles son estos vestigios? ya los mencionamos: en primer lugar los instrumentos musicales, las partituras, las grabaciones; pero también, en segundo grado, los textos, las imágenes, las pinturas, las arquitecturas y demás que sean capaces de mostrar, aún por reflejo, el índice de un comportamiento auditivo.
¿Y de qué manera lo muestran? ¿Cómo es posible derivar de un objeto físico, material, tal como un instrumento musical o una partitura, un objeto intagible e inmaterial como es un objeto aural, escuchado?
Para responder a la pregunta anterior, necesitamos entender primero que estos dos objetos, el objeto físico y el objeto aural, son como miembros de un mismo cuerpo. Es sólo mediante el ejercicio reflexivo y analítico que podemos desenterrar el objeto sonoro de las prácticas sociales en las que se inserta y adivinarlo a través de sus vestigios.
Se trata de una operación arqueológica la que permitiría deslindar el sonido actual y escuchado de los moldes auditivos en los que ese sonido cobra actualidad. Se trata de entender, por ejemplo, de qué manera la existencia de un instrumento musical, el que usted quiera, denota la fijación de una serie de sonidos posibles, sonidos que obedecen a una cierta cultura codificada, a una cierta condición de escucha previa, que en la ejecución musical se convertirán necesariamente en los sonidos escuchados. Un ud persa o una marimba chiapaneca suenan a lo que suenan: como objetos condicionan necesariamente los actos de escucha vinculados a ellos pero también obedecen a una serie de actos de escucha que les anteceden.
No olvidemos que un instrumento musical no es sino un dispositivo para fijar las fronteras morfológicas de un sonido o un grupo de sonidos. Tales características aportan una identidad acústica que es el correlato de una escucha que las prevee y afirma en el diseño del instrumento. El timbre, el registro, la dinámica, los intervalos, la duración, las posibilidades armónicas de un instrumento, son en cierto sentido producto de una relación dialéctica entre sonido producido y sonido auditado. Producto de esta auditoría, de este acto de escucha, el instrumento suena como se quiere que suene y/o como debe sonar. Este querer, esta voluntad, este deseo, este deber, obedecería, según el enfoque arqueológico, a  dispositivos de escucha que guiaron el destino constructivo del instrumento como forma de satisfacer una expectativa aural.
Imagine usted a un laudero perfeccionando su intrumento: ¿cuáles son los índices, los signos, las metas que guían su trabajo constructivo? Esos índices y signos son, evidentemente, objetos aurales, dispositivos de escucha que existen en el imaginario y a los cuales recurre el laudero para establecer los criterios que delimitan y dan forma al instrumento. Podemos pensar que tales objetos aurales no son propiamente individuales: se comparten, existen y preñan los oídos de una cierta comunidad de la que el laudero forma parte. Pueden traducirse en reglas constructivas, en fórmulas matemáticas, en proporciones escultóricas, en teorías armónicas.
En este sentido la laudería, como ya lo señaló brillantemente Pierre Schaeffer, vendría a ser la historia local de una práctica musical y por ende, el correlato de una práctica auditiva. Reconstruir la historia de un instrumento musical significaría narrar también la historia de un oído haciéndose con un sonido. Un instrumento es un dispositivo de memoria y por tanto es el correlato de un dispositivo de escucha asociada a esta memoria. La lógica y arquitectura del instrumento condicionan y guían los actos de escucha detonados por él.[12]
Es a esta energía comunal y temporal a lo que podemos denominar entonces dispositivos de escucha. Se trata de estructuras más o menos rígidas, retículas delgadas o amplias, reglas, excepciones y teorías, solfeos, que registran y delimitan los espacios sonoros articulados para la música en una comunidad de escucha determinada.
De esta forma, la lógica de los cambios y las reticencias de los dispositivos en una comunidad de escucha específica, ofrecería el índice narrativo de los comportamientos aurales de esa comunidad; ofrecería el relato de sus rupturas, de sus irrupciones, de sus necesidades de imponer estabilidad y regla, o de transgredir e innovar.
Si algún cambio o permanencia, estabilidad o transformación podemos encontrar en los discursos musicales, justamente tendríamos que voltear a las modificaciones y procesos que sufren los dispositivos de escucha que los acompañan y a los que, en últimos términos, significan.

Dispositivos aurales: cambio y permanencia

Por supuesto, resulta difícil determinar qué clase de existencia, de entidad ontológica tienen estos dispositivos de escucha. Imaginemos que existen en la mente aural de las personas, en la fantasía que recupera y agrupa las memorias y las individualiza y ordena, en la suma de representaciones que la historia auditiva hace en cada inviduo otorgándole un “oído”, una preferencia musical específica.
Por habitar en los territorios de la fantasía[13], o de la mente aural, no podemos ciertamente ver u oír directamente estos dispositivos. Sin embargo su reflejo directo, su eco, su caja de resonancia serían más o menos exactamente los dispositivos sonoros de memoria que hemos estado mencionando: los instrumentos, las escrituras musicales, las gramaticas musicales, los fonoregistros de esas músicas.
Ya hemos visto como cada vez que suena un instrumento está también sonando y reproduciéndose un dispositivo de escucha social compartido. Lo mismo ocurre, con sus modos de operación específicos, con las composiciones y las obras, pero también con las diferentes formas de memoria y escritura. También implican dispositivos de escucha social que si bien pueden ser articulados, creados, por un solo individuo, retratan en ellos el juego de las tradiciones aurales históricas y comunales que dicho individuo recupera y repite, recuerda y combate, organiza.
No es posible aislarse, en ese sentido, del pasado aural. Los sonidos-escucha de la comunidad nos atraviesan; para bien o para mal, escuchamos como nuestra comunidad nos ha enseñado a escuchar. Como sujetos históricos que somos, formamos inevitablemente parte también de un sujeto socio-aural más o menos compartido.
Para terminar planteemos solamente lo siguiente: ¿qué clase de orientación teórica nos ofrece la arqueología de la escucha para pensar en las operaciones de cambio y continuidad, estabilidad e inestabilidad, transformación y permanencia de las practicas musicales y de sus discursos?
Si todo discurso musical es heredero de una práctica específica de escucha, no sólo hereda esa práctica sino que cada obra se encarga de perpetuarla o transformarla. De repetirla o encajarle algún tipo de modificación.  El discurso musical es como el reflejo, el eco, del dispositivo de escucha que en él resuena. En esta resonancia los discursos se vuelven los dispositivos; cada música proyecta el resultado de la organización aural en la que nace y en la que se reproduce, propaga, transforma y/o extingue.
En ese sentido, la música es siempre repetición, permanencia, necesidad de fijar una tradición aural, una experiencia de escucha específica. Al mismo tiempo cada música, cada obra, cada composición, repite la tradición aural en la que nace pero también puede desviar dicha tradición. También en este repetir, en este actualizar el dispositivo se incorpora la posibilidad del cambio y la disrrupción incluso como eje que da forma y posibilidad a la repetición estructural del discurso musical mismo.
Un discurso emerge como repetición y resonancia o como transformación y cambio. De hecho, la transformación en el seno de los discursos musicales se debe a la necesidad de incorporar una intuición de cambio, de movimiento, de ruptura con los dispositivos imperantes. Agregar una nota en un acorde, reformar un ritmo, inventar un instrumento u obligar a uno ya existente a ejecutar un sonido que no está codificado en las reglas de la música para la que fue concebido, son todos ellos signos de transformación y cambio, pero siempre, en el seno de una o unas tradiciones musicales, específicas; siempre, pues, en el seno de unas formas específicas de escuchar y esperar la forma de lo escuchado. El sonido nuevo emerge a contrapelo del sonido viejo pero en su novedad no puede dejar de resonarle. No sólo la resonancia es repetición, es eco que se subvierte, es forma regenerada, es repetición muda que se actualiza con la máscara de un sonido nuevo.
Por más que se quiera revolucionar una música o un género, esa revolución participa esencialmente de las reglas y las operaciones de escucha que pretende transformar: es de hecho, en ellas, en donde su transformación cobra sentido. Un compositor no puede dejar de dialogar con las tradiciones musicales; por más que quiera reformar o destruir un género, éste aparece en esa música siempre con su ineludible fantasma. Un fantasma que incluso, por vía negativa, es capaz de ser escuchado, aun cuándo no suene.  La lógica de las continuidades y las rupturas nos impone una lógica ulterior: No se puede escapar al dispositivo… [14].
Así pues, si hubiera algún lugar donde pudiésemos observar los juegos de transformación y continuidad, de cambio y permanencia en los discursos musicales es aquí: en la compleja y flexible retícula de la escucha humana codificada. Un territorio que no se encuentra en el objeto que produce sonido ni en la oreja física que da cuenta de él sino en el medio; ahí en donde se teje mediante vibraciones y resonancias el dispositivo, gracias al constante juego de cambio y recambio de la escucha que se moldea en la repetición de un sonido y a partir de lo cual es capaz de imaginar y fantasear otros sonidos inusitados e inauditos; es ahí, pues, donde el arqueológo podría desenterrar las reglas de solidificación y construcción, o de disolución y confusión de los discursos y las tradiciones musicales. Y en esa exhumación, en esa fantasía, obtener nuevos tesoros que mostrar para su gran museo resonante…

F. Tito Rivas
Madrid, 19 de abril, 2014


[1] O como diría Paz, sucesión de instantes en donde un instante quiebra a otro instante (cf. Piedra de sol).
[2] La premisa fundamental de nuestra argumentación será esta: no podemos entender las modificaciones y continuidades de los discursos musicales, si no los vinculamos a los dispositivos de escucha que los producen y en los que nacen. Y, recíprocamente, no podemos inteligir estos dispositivos de escucha, sin derivarlos necesariamente de los discursos musicales que los establecen y modifican.
[3] En donde el adjetivo “simple” no significa para nada que el ruido carezca de complejidad. Aquí la distinción entre ruido y música es simplemente la distinción entre sonido natural (que no por ello no carece de forma, de aspecto morfológico) y sonido organizado (bajo una clara intencionalidad y lo que podríamos llamar la égida de una gramática….
[4] Esta distinción mentaría principalmente la idea un sonido consecuencia del flujo y suceder natural del movimiento entre seres y objetos, y un sonido organizado específicamente para producir una experiencia de escucha específica.
[5] La música no es sino el sonido organizado por las artes de la memoria de los seres humanos aún a pesar de la memoria misma.
[6] Para estas definiciones del ser del sonido en la escucha remito a mi escrito Territorios sonoros, fenomenología del sonido en la escucha, 2009.
[7] En realidad este fenómeno dialéctico que nos permite desdoblar el sonido de su escucha y la escucha del sonido debemos entenderlo e interpretarlo casi como si fuesen partes de un mismo cuerpo.
[8] Pero también fenomenológico, lo veremos…
[9] Cf. Michel Foucault, L’Archéologie du savoir, Paris, Gallimard, « Bibliothèque des sciences humaines », 1969 ; rééd. 1992. El primero en plantear la idea de una arqueología vinculada al sonido es Hugues Dufourt, en su brillante ensayo sobre la interpretación histórico-cultural de Pierre Schaeffer (Pierre Schaeffer : le son comme phénomène de civilisation en Ouïr, entendre, écouter, comprendre après Schaeffer / François Bayle, Denis Dufour, 1999, ISBN 2-283-01789-0 , págs. 69-82)
[10] En ese sentido el oído es un órgano sensible pero informe. Una membrana, al fin, que se comporta y obedece únicamente reaccionando a las vibraciones provenientes del entorno. El oído por sí mismo no es nada sino un resonador de frecuencias. No sólo un resonador: un transductor capaz de transformar milimétricas variaciones de pulsos en impulsos energéticos sensibles; en vibraciones cerebrales celulares, en emoción y energía. Si atendemos a esta condición vacía del oído, a este ser puro contenedor, y no contenido, no queda más que observar que su forma no es la suya, sino la de la energía que lo hace vibrar. Las formas que gestiona el oído, y que produce al interior de la cabeza y el cuerpo, en esta capa le vienen de afuera. No las emite él: él las resuena, las repite en frecuencia: las cuantiza y cualifica. Si alguna forma tiene el oído, esa forma está dada por la morfología de la vibración escuchada. El oído es una forma vacía que se puebla con los dispositivos articulados para crear sonido: así desde los sonidos de la naturaleza, hasta la voz propia y de los otros y, por supuesto, los aparatos que desprenden sonido como ejercicio de su función y, cómo no, los mecanismos creados expresamente para producir para producir sonido (instrumentos musicales y demás).

[11] Si bien siempre hay que decir que no sólo música agota el espectro de los dispositivos aurales. Los hay que operan en el habla, en los sonidos codificados y con mensaje social, en los medios de comunicación, etc. 

[12] El instrumento es el espejo de la memoria de escucha de una comunidad. Simboliza su pasado o su presente auditivo. Pero también su futuro. Es también un espejo de sus expectativas aurales. 

[13] Fantasía en el sentido de Brentano y Husserl: como actividad creativa e imaginación de la conciencia. 

[14] Más adelante, en otro espacio, matizaremos y profundizaremos en este aparente estructuralismo. Para nada quisiera mentar un simple determinismo a priori. Para resolverlo tendíamos que colocar la discusión quizá, en el campo de la escucha pragmática, y de una categoría derivada de la lingüística, esa sí, estructural: la escucha paradigmática. Para la lingüística hay dos formas de lectura del lenguaje temporal: una lectura sintagmática (que va descifrando los signos en su sucesión y en su semántica, y una lectura paradigmática, que asume que cada signo existe como oposición a otro signo que no es él, pero a los que de cierta forma refiere. Hay un campo paradigmático de lectura que supone todos los signos que podrían ocupar ese espacio específico en una cadena sintagmática. Podríamos presumir algo similar para la escucha musical: ahí donde suena una nota, un acorde, podrían sonar otros. La existencia sonora de una nota alude a otras notas que giran, sin sonar, en un campo paradigmático paralelo. Ese es el mundo en el que juega toda composición musical y también en el que opera todo intento de escucha crítica: escuchar todo lo que hace una música, pero también, todo lo que no hace….
En ese sentido podríamos decir que los dispositivos de escucha de los que estamos hablando son a la música lo que los paradigmas son al lenguaje hablado.